Desde que nacemos las personas experimentamos una amplia gama de emociones que nos ayudan a relacionarnos con el mundo que nos rodea.
Entre ellas, las emociones básicas alegría, tristeza, miedo, calma y enfado son fundamentales para nuestro desarrollo emocional, social y mental. Identificarlas y nombrarlas no solo mejora nuestro bienestar, sino que también fortalece nuestras relaciones interpersonales y nuestra capacidad para tomar decisiones conscientes.
Nombrar las emociones es el primer paso para gestionarlas. Cuando una persona puede decir “estoy triste” o “siento miedo”, ya ha dado un paso importante hacia la autorregulación emocional.
Reconocer la alegría permite valorarla y compartirla, lo que fomenta vínculos positivos con los demás. De igual manera, aceptar la tristeza y el enfado como emociones humanas legítimas evita que se repriman o se expresen de forma dañina.
El miedo, por ejemplo, es una emoción que cumple una función de supervivencia: nos alerta de peligros y nos impulsa a actuar con precaución. Sin embargo, si no se identifica con claridad, puede transformarse en ansiedad o paralizarnos. Nombrarlo permite analizar su causa y responder de manera adecuada.
La calma, a menudo olvidada como emoción básica, es esencial para el equilibrio. Aprender a reconocerla ayuda a tomar decisiones desde un lugar de serenidad y claridad.
La alegría nos motiva, nos da energía y sentido. Saber reconocer cuándo estamos alegres nos permite reforzar comportamientos positivos.
Por último, el enfado es una señal de que algo no está bien o que se han cruzado nuestros límites. No se trata de evitar esta emoción, sino de aprender a expresarla de forma constructiva, sin herir ni reprimir.
Educar en inteligencia emocional implica, entre otras cosas, enseñar a niños a ponerle nombre a lo que sienten. Esto fortalece la autoestima, mejora la comunicación y promueve un entorno más empático y saludable.





